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Salvador Pendón Muñoz

El día de su nombre


En el axárquico lugar donde nací, la festividad del Corpus, cuando todavía se celebraba en jueves y la fecha venía marcada en rojo en los almanaques que colgábamos de las humildes paredes de nuestras casas, fue siempre denominada como “Día del Señor” y, tras las fiestas patronales con que se ponía fin a la Semana Santa, era tenida por mis paisanos como la más importante celebración del año, porque al hecho de que en toda España era “festivo no recuperable”, como entonces se significaba en el calendario laboral (aunque eso en mi pueblo tenía escasa importancia, dado que allí la gente en edad de trabajar, que era bastante más temprana que ahora, lo hacía cuando podía), se unía el que en fecha tan señalada celebraba la onomástica una parte muy importante de los hombres del pueblo.

Y es que en El Borge, en estos momentos y entre los jóvenes, abundan los nombres raros e importados, como sucede en todos los lugares, pero no hace tanto que los varones veníamos nominados, desde antes de nacer y como primera herencia del progenitor o de algún otro cercano antepasado, como Antonio, Francisco, José y Salvador, en los más amplios porcentajes. Había también algún Gabriel, como consecuencia del deseo de algunos padres de rendir tributo de agradecimiento al arcángel patrón de la localidad. Y era un caso excepcional los nombres que Dionisia, el único caso de mujer así llamada en el pueblo, puso a dos de sus hijos: Plácido e Inocencio.

Bien, de los cuatro nombres antes señalados como más frecuentes en los varones, éramos los Salvador los que celebrábamos la onomástica en el “Día del Señor”. Lo seguimos haciendo, al menos los de mi pueblo, en la misma festividad de fecha cambiante siempre, aunque ahora, además del cambio justificado en la fase lunar, la celebración en sí se haya trasladado de un jueves, como fue siempre, al domingo siguiente. Hace años las onomásticas no venían tan cargadas de regalos y festejos como ahora suele ser habitual, pero aquellos “Día del Señor” de mi infancia son inolvidables. Por muchas razones que considero no vienen al caso relatar, porque los de mi edad y mayores las conocen suficientemente, y porque no me parece adecuado hurtar la oportunidad de descubrirlas por sí mismos a quienes aún no han llegado a ella.

El cielo axárquico no necesita de fiesta para irradiar una luz que en ninguna otra parte del mundo es posible. En día tan señalado para mi pueblo, las casas encaladas y las sábanas blancas bordadas colgando de los balcones, las macetas adornando las calles preparadas para la procesión, los vestidos estrenados en las recientes fiestas patronales, el mastranto extendido en las calles, se unían a la luz solar en una conjunción orgiástica de colores y olores irrenunciables e inconfundibles por más que el tiempo agrande la distancia entre la evocación y lo que sucedió. Los niños nos entreteníamos trenzando los juncos que hasta el paso de la procesión habían estado extendidos en las calles y hacíamos con ellos “porras” con las que durante horas jugábamos. Los mayores, en uno de los pocos días que no se obligaban a las labores del campo, paseaban por la plaza y tomaban la cerveza y el vino que las humildes economías familiares permitían.

Recuerdo que un “Día del Señor” de hace casi cincuenta años, a la caída de la tarde, fui con mi padre a casa de uno de sus amigos llamado Salvador Alarcón, pero al que todos conocíamos como “Savarico Tito”. Se juntaron los dos para festejar su día. Mi padre no bebía ni de manera habitual ni esporádica. Simplemente, no bebía. Aquel día bebió sólo cerveza y en poca cantidad, pero le sirvió para “ponerse alegre” en la única ocasión en que en tal estado lo vi. Hoy, casi cincuenta años después, me he acordado de aquel día para reiterarme en el convencimiento de que nada puede sustituir la dicha de un niño de cinco años al que su padre lleva de la mano.

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