BLOGOSFERA

Un discurso en el metro
El metro iba bastante lleno, pero se podía leer de pie. Así que apoyado sobre la puerta contraria a la de salida me puse a leer un libro de un autor italiano, Raffaele Simone, titulado El monstruo amable. El monstruo amable es, según Simone, la neoderecha. Una derecha que se presenta moderna, amigable y a la moda, frente a una izquierda que aparece polvorienta, aburrida y pasada de moda. Un monstruo populista que «no hace sino devolverle al pueblo sus propios humores, haciéndole creer que se trata de auténticas elaboraciones políticas», pero que en realidad es profundamente antipolítico, que rechaza las tradiciones, el lenguaje, las reglas y las instituciones de la vida democrática.
Una voz ronca y poderosa me sacó de mi lectura: «Perdonen la voz, que no es precisamente la de un ruiseñor». Miré, y frente a mí había un hombre de unos cuarenta y tantos años, delgado, pálido, con el pelo negro, y con una carpeta de plástico bajo el brazo, que en tono firme empezó a explicar que está en paro y que tiene dos hijos a su cargo. He oído muchos discursos en mi vida, y creo que sé reconocer un discurso nada más escuchar las primeras palabras. Aquel hombre, puesto en pie, en mitad de un vagón del metro madrileño, había iniciado un discurso político.
La entonación de su voz era más apropiada para un foro parlamentario que para un vagón de metro, unos momentos aparecía indignada, otros irónica, a veces su voz era serena y expositiva, y otras apasionada. Aquel hombre había elegido cuidadosamente las palabras que estaba pronunciando, palabras cultas, pero con un significado al alcance de quienes le escuchaban. Las había dispuesto de manera armoniosa, había cuidado el ritmo de su discurso mediante el uso de repeticiones, para lo cual lo salpicaba de anáforas. El hombre que tenía frente a mí había dedicado tiempo y esfuerzo a escribir aquel discurso, y luego había dedicado más tiempo y más esfuerzo a memorizarlo, y a ensayarlo.
Explicaba su situación personal como un caso más de un problema social: él había tenido la mala suerte de estar en las filas del paro, y dentro de esas filas, había tenido la mala suerte de formar parte de los parados que no reciben ningún subsidio o ayuda. Describía su situación personal y familiar, más como lo haría un analista social que si estuviera hablando de él mismo. Comparaba su vida difícil con la vida regalada de «Sus Señorías», los políticos, los grandes responsables de sus males y de los males de todos. Lo único que diferenciaba aquel discurso de un discurso político es que al final no llamaba a una acción colectiva para cambiar la situación de los parados y del país en general, sino que pedía una limosna para poder sobrevivir un día más.
A lo largo de los años he visto a gente necesitada pedir dinero en el metro. A veces te encuentras a personas que piden a cambio de nada, porque ya no tienen nada. Pero a poco que tengan algo que ofrecerte, lo normal es que a cambio de una moneda te ofrezcan canciones, poemas, periódicos, paquetes de pañuelos; de tal modo que la ayuda que se les preste parezca un intercambio, y en ese intercambio quede salvada su dignidad y, en cierto modo, la de todos.
Lo que nunca había visto es que el intercambio fuera por un discurso político. Aquel hombre nos daba palabras cinceladas con tiempo y esfuerzo, a cambio de una moneda. Ofreciendo ese intercambio, el hombre que hablaba ante mí estaba reconociendo, probablemente sin pensarlo ni quererlo, la dignidad de la política. No era la única paradoja: explicando que la política, cualquier política, toda la política, es la causante de sus males personales y familiares, estaba facilitando el triunfo de una política concreta, una política insolidaria que atribuye su situación personal y familiar a su exclusiva responsabilidad, y que así se desentiende de su destino.
Aquel señor no podía imaginar que el hombre que leía en el metro frente a él, con aspecto de profesor, vestido con unos zapatos de piel vuelta, unos pantalones de pana negros, un tres cuartos y una bufanda, era una de esas «señorías» que él imaginaba dándose la gran vida. Un diputado que ha fracasado en evitar que aquel hombre perdiera su empleo, y que ahora lucha para evitar que los hijos de tantos otros hombres y mujeres como ese hombre, y como el propio diputado, pierdan el derecho a una educación y a una sanidad públicas y de calidad.
Con la voz de aquel hombre habla un monstruo amable que usa los humores del pueblo contra el pueblo, un monstruo que lo ha devorado a él y pretende devorarnos a todos. Contra el monstruo y a favor del hombre escribo.