BLOGOSFERA

José Andrés Torres Mora

El derecho a no decidir


Estoy seguro de que el amable lector o lectora habrá asistido alguna vez a la consabida escena en la que un familiar aparentemente simpático, pero esencialmente pelmazo, le pregunta a un niño: «¿a quién quieres más: a papá o a mamá?». Normalmente la pregunta es formulada en presencia de los dos progenitores, para darle más emoción al asunto. Y si puede ser con más público, pongamos los abuelos, todavía mejor para el preguntador, más espectáculo. Porque al preguntador le importa un pimiento la respuesta del niño, lo que de verdad le interesa es la cara que se les va a quedar a los presentes con la respuesta del niño. Los malos entendidos, los celos, los agravios reales o no, las tensiones propias de la convivencia humana, que todos reprimimos civilizadamente en aras de la convivencia, son removidos por el preguntador, para que salgan a la luz con toda su carga de malestar, porque hay gente a la que eso le divierte.

Si nadie salva al niño del trago, y a veces ocurre que todos son tan frívolos como el preguntador; el niño puede responder: «a los dos igual». Entonces el preguntador se reirá y dirá, con un reproche más o menos jocoso, que el niño es un tramposo. Pero, si el niño manifiesta su preferencia por uno de sus padres. Entonces el niño habrá caído en la trampa. Extraña situación en la que para escapar de una trampa solo te queda la salida de convertirte en un tramposo. En general la realidad es bastante más compleja que las preguntas que nos formulamos sobre ella. En nuestro ejemplo, el niño podría decirle al preguntador:«quiero más a mi madre cuando voy al parque de atracciones, porque es muy valiente y se sube conmigo en la montaña rusa; pero quiero más a mi padre cuando estoy enfermo, porque es muy tierno y me cuida muy bien».

Lo cierto es que cuando leemos o escuchamos una entrevista pensamos que la trampa está en la respuesta, sin prestar atención a las trampas que hay en las preguntas. Muchas veces los caminos que se le ofrecen al entrevistado son artificiales, arbitrarios y tramposos. Entonces solemos reprocharle al que contesta que se ha salido por las ramas, pero es que no le queda otra opción, salvo aceptar la trampa que le han tendido en la pregunta. Además, basta con leer la divertida novela de Italo Calvino, El barón rampante, para tomarle cariño a los que viven en las ramas.

Últimamente abundan las personas que se consideran con el derecho de hacernos todo tipo de preguntas y propuestas. Preguntas y propuestas que cierran de manera artificial y tramposa el universo de las respuestas posibles, incluida la de mandar a hacer gárgaras al que pregunta o al que nos propone una alternativa imposible.

Si alguien nos preguntara: «¿se siente usted español o europeo?», y nos dijera que así está ampliando, con sus dos opciones, el ámbito de nuestra libertad, pensaríamos que es peligroso, porque es un idiota o un malvado. Si aceptáramos someternos a la pregunta y escogiéramos una de las dos respuestas, entonces probablemente los peligrosos fuéramos nosotros.

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